Cada vez que un tiroteo masivo sacude los corazones en Estados Unidos ( como el de esta semana en una escuela primaria de Uvalde, Texas) parece difícil no preguntarse por qué ningún presidente ha podido parar estas masacres que ocurren con pasmosa frecuencia. La explicación es que los presidentes tienen un poder limitado en algunas cosas.
Desde 1966, año del primer tiroteo masivo descrito y reconocido, ocurrido en la Universidad de Texas, en Austin, hasta nuestros días, las respuestas presidenciales han oscilado en tres líneas.
- La primera, hacer alocuciones a la nación, algo que solo se hizo hábito presidencial en los años 90.
- La segunda, visitar los sitios de los acontecimientos para encontrarse cara a cara con los familiares de las víctimas y hacer de contenedores afectivos de la tragedia, una estrategia que implementó por primera vez el presidente Bill Clinton.
- Y la tercera, emitir órdenes ejecutivas que, a pesar de su urgencia, no obtienen la mayoría en el Congreso y no logran pasar ni cambiar nada.
Más allá de eso, es poco lo que los mandatarios pueden hacer en la forma de leyes más estrictas para controlar la venta de armas porque eso es potestad del Congreso, donde los republicanos bloquean cualquier iniciativa de ese tipo, con el argumento de que ataca la Segunda Enmienda de la Constitución que consagra el derecho al uso de armas.
Este breve recorrido histórico muestra que detener los dolorosos tiroteos masivos en el país no es cuestión de quién esté en el poder.
El tiroteo en la Universidad de Texas, en el que un hombre aprovisionado con 6 armas y resguardado en un la torre del reloj del recinto estudiantil mató a 17 personas e hirió a 30 más sería recordado como el más mortal casi por 20 años.
Un día después de la tragedia, el secretario de Estado, Bill Moyer leyó un comunicado en nombre del presidente: “Lo que sucedió no deja de tener una lección: debemos presionar con urgencia para que la legislación ahora pendiente en el Congreso ayude a evitar que la persona equivocada obtenga armas de fuego. El proyecto de ley no evitaría todas esas tragedias. Pero ayudaría a reducir la venta sin restricciones de armas de fuego a aquellos en quienes no se puede confiar en su uso y posesión”.
Según el ensayo de National Affairs, ‘Presidents and mass shootings’, el proyecto de ley se aprobaría dos años después, en 1968, tras la muerte de Robert Kennedy y Martin Luther King. La Ley de Control de Armas limitó la compra de armamento por correo y de forma interestatal, pero el presidente señaló y culpó a “un poderoso lobby” como la razón para que la ley no pudiera llegar más lejos.
En San Ysidro California, un hombre entró a un McDonald’s con un arma de fuego y mató a 21 personas. Pese a la magnitud de la tragedia y del referente claro que había dejado el presidente Johnson, Reagan no se dirigió a la nación. Según el diario The New York Times, ni siquiera se encontró un reporte al respecto en los papeles públicos de la administración.
El silencio presidencial ante estos eventos, que eran escasos para entonces, y en general ante las catástrofes era una regla que seguía la Casa Blanca, en buena parte porque se consideraba que eran asuntos locales y, en el espíritu de, respeto del federalismo, debían ser resueltos por los gobernates de las regiones afectadas.
Al igual que Reagan, el presidente George H. W. Bush mantuvo silencio en los cuatro tiroteos que se registraron en su administración. Su única acción relevante fue tomada al inicio de su mandato, en 1989, tras el tiroteo en la escuela primaria de Stockton, en California, que tuvo lugar justo en el último día de gobierno de Reagan y que alentó a Bush a prohibir la importación de rifles de asalto semiautomáticos a Estados Unidos.